Benjamin Prado y Los treinta apellidos

Dice Benjamín Prado que a la hora de crear, más que metódico es “metomentodo”: de los que “meten las narices para investigar aquello que otros no quieren que se sepa”. Esta vez las ha metido en una historia de colonialismo, de fortunas españolas de origen incierto; una trama de piratas de los de ayer y los de hoy, en Los treinta apellidos(Alfaguara). Le gusta partir de hechos reales que luego novela, “hablar sobre episodios de la Historia en los que hay rincones a oscuras donde aún queda alguna bombilla que encender”… Estamos en Almacen Alquián Hóptimo (una tienda de decoración, cartelería, mapas antiguos…), tomando un gintonic, fuera amenaza tormenta y dentro la charla con el autor se pone interesante.

Conversar con Benjamín Prado es saltar de Alberti a Galdós, de la poesía a la prosa, de La Habana a Las Rozas, sin puntos y aparte.  Nos cuenta que para él las novelas son obsesivas. “Todo lo que ves, lo que oyes, cada gesto… va dentro. Y tienes que escribir todos los días. Es como el juego de los platos chinos, son muchos dando vueltas y si dejas caer uno ya no vuelves a coger el ritmo”. La poesía es distinta. “En encontrar el siguiente verso puedes tardar una semana o seis meses, pero tiene una fortaleza especial, es más aromática, no se te va nunca”.

Él concibe su oficio desde una perspectiva de entretenimiento: “Esta palabra que ahora se ha abaratado, tiene una raíz noble”, asegura. Lo aprendió nada menos que de su maestro, Rafael Alberti. “Un día le cuestioné que en lugar de leer sus mejores poemas, leía siempre los que más le aplaudía el público. Y me dijo, míralos, esta gente tenía otras cosas que hacer, pero han venido aquí a verme y mi obligación es entretenerlos”. Una de tantas cosas que le enseñó. “Las lecciones que uno recibía de Rafael o de Ángel (González) eran extraordinarias. Eran gente memorable a la hora de tomarte una copa con ellos, no hacía falta hablar de Marcel Proust. Me enseñaron a comportarme. A pensar que lo importante es lo que haces, no ir llamando la atención como un mono de feria. Porque, como decía Oscar Wilde, un tonto nunca se repone de un éxito”.

A Alberti lo conoció en Las Rozas, en un bar, “donde conozco a todo el mundo”, se ríe. Él tenía unos 17 años; el poeta, más de 75. Por recomendación de su profesor del instituto, Prado se había comprado un poemario suyo un miércoles. El jueves lo había leído. Y el sábado, después de comer, su padre le mandó a comprar una barra de helado para el postre al bar de la esquina. Allí estaba Alberti. Al maestro, que estaba harto de que todo el mundo le hablara de su éxito Sobre los ángelesle hizo gracia que Benjamín, que se acercó a saludarle, –“con la arrogancia de los 17 años”- le dijera que ése libro no estaba mal, pero que le había gustado más Sermones y moradas(libro que había pasado más desapercibido).  Alberti le invitó a un gintonic y lo demás es historia.

Benjamín tiene una reserva infinita de anécdotas. Y su discurso está lleno de nombres propios. Le preguntan, cómo no, por Joaquín Sabina. ¿Cómo es componer canciones con él? “Muy parecido a escribir solo, porque yo lo hago a partir de un debate sanguinario conmigo mismo. En una canción o un poema, cada palabra tiene que pelearse con todos los sinónimos del diccionario. Las canciones, además, son tramposas. Te tienen que ganar por K.O., no por asaltos”, explica. Cuando compone con Sabina, “la diferencia es que hay dos cabezas en vez de una y la pelea es bastante punk. 

El objetivo es que sean unos versos que no había escrito él sólo ni yo sólo, que los escriba el tercer hombre. Las peleas son terribles y las alegrías también”. Y recuerda cuando compusieron juntos Vinagre y Rosas, en un hotel en Praga: todas las noches bajaban al bar a escribir. “Cuando encontrábamos lo que nos gustaba nos dábamos besos y abrazos y todo el mundo pensaba que éramos una pareja gay”. A los diez días, llegó la mujer de Joaquín y al presentarse como tal los de recepción se quedaron mudos…

Entre risas e historias, Benjamín nos deja también alguna que otra recomendación lectora. Nos quedamos con leer Últimas tardes con Teresa. “Juan Marsé es el gran narrador. Esta novela es insuperable”. Apuntado queda.

*Gin Carmela puso la nota gourmet con sus cócteles de ginebra.

Agradecimiento: Almacén Alquián Hóptimo

Fotos: Casilda Saldaña

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